jueves, 7 de marzo de 2013

MAYNOR FREYRE: EL VUELO ( CUENTO)


 


Lima, 1965


            Brillaba la noche en su cólera y su luz era un tintineo de oscuridad y de bravura. El hombre arrastraba su pesadumbre por el camino. Y también el paso de su lejana niñez surgía de entre las sombras: aquel hermoso paisaje campestre  que un día correteó, recortada su figura por el grueso viento que le daba la sensación de volar por los aires. Recordábase abriendo los brazos en cruz y corriendo a cuánto dieran sus piernas, hasta caer extenuado por entre la hierba crecida y húmeda. Y arriba, en esos precisos momentos, surcando el claro cielo, rugiente, pasaba algún avión. Hasta las aves, naturales dueñas del espacio, cambiaban el rumbo ante el raudo vuelo del brillante pájaro de metal. Y él, Juan, corría hasta la loma, por donde casi siempre se perdía el perfil de la nave aérea.

            Por las noches, ya en su lecho, se soñaba un pájaro que llegaba al sol y empapaba sus manos en la mermelada dulcísima de qué éste estaba conformado. O sino, en medio de la llanura, revoloteando con las aves, hasta que aparecía un inmenso avión que las hacía huir a las montañas.

            Nada le intrigaba más a Juanito que aquellos aparatos tan tiesos, que sin aletear en lo más mínimo, rompían el orden de la naturaleza. Y entonces interrogaba a sus padres buscando detalles que esclarecieran el misterio de la existencia de tales extraños artefactos. Pero el misterio crecía cuando éstos lo embaucaban con alguna historia barata, para salir del paso. Era la abuela quien hacía crecer dentro de su fantasía, infantiles ilusiones maravillosas. Le hablaba de regiones pobladas por montañas de cemento en las que serpenteaban caminos intransitables para los hombres y por los cuales sólo las máquinas podían corretear; era de allí  que venían las intrigantes naves y adentro de ellas se sentaba la gente que habitaba las montañas de cemento. 

            Mas Juan fue creciendo y hubo de ir a la escuela. Y poco a poco el encanto de tan fabulosas leyendas fue dando paso al conocimiento de la realidad. Y ya mocito de una decena de años, se trasladó a la región donde sólo las máquinas corrían por los caminos. Si bien no fue a habitar ninguna montaña de cemento, la antigua casona de sus tías con los pisos relucientes y la fastuosa decoración que adornaba su interior, era un mundo distinto al que hasta entonces había conocido.

            Los días pasaban y Juanito, siguiendo sus antiguas aspiraciones, siempre se sentía fascinado por la presencia de los aviones, a pesar de que el misterio de su existencia ya estaba desentrañado. Ahora pensaba en ser un gran aviador. Así, cada vez que las máquinas rompían la quietud de los aires, el pequeño corría escaleras arriba, hasta la azotea, para mirarlas más de cerca.

            Pronto fueron dos los años que pasaron para Juan en este nuevo ambiente. Y un día, sin que se celebrase ninguna festividad, empezaron a sonar cohetones. Y al salir a la calle pudo ver soldados repartidos por las avenidas dispersando grupos de curiosos peatones. Otros soldados pegaban cartelones en las paredes. Al día siguiente, tías y sobrino cerraban con candado las puertas de la señorial casona y partían rumbo al campo.

            Al alejarse de la ciudad, Juan escuchaba extraños silbidos antes de las explosiones, mientras las mujeres gritaban asustadas y algunos hombres vociferaban coléricos. Pegada la nariz contra el cristal posterior del vehículo que los trasladaba pudo ver cómo en el cielo, pequeños aviones acechaban a los grandes, y cómo muchos de ambos bandos, cual centellas llameantes, se precipitaban veloces hacia la tierra. Le hacían recordar alguna noticia leída en un diario –de los que acostumbraba hojear a escondidas, pues las conservadoras tías no le permitían leerlos por las “figuras pecaminosas” que publicaban.

            Se trataba de una batalla entre pequeños cuervos y grandes cigüeñas, que se disputaban un nido de sabandijas. Y esto era una batalla. Estaban pues en guerra. Y sus amados aviones servían también para destruir. 

            La guerra pasó, como pasan todas las guerras. Juan creció, como crecen todos los seres. Sus aspiraciones de convertirse en un piloto de avión se vieron concretadas. Y ahora estaba en el aire realizando su primer vuelo solo. La sensación de llevar a la veloz máquina  por las rutas celestes que él escogiera, era suprema. Todo lo que el aprendizaje le había brindado lo estaba aplicando. Cuando regresó a tierra recibió las felicitaciones de todos sus maestros. Ya era un aviador.

            Y siempre que sobrevolaba por el campo y avistaba algún niño, Juan procuraba realizar vuelos rasantes para que aquél pudiera disfrutar a sus anchas del maravilloso espectáculo del pájaro de metal. Y la niñez caía como un chapuzón al aire libre, corriendo con los brazos abiertos en cruz tratando de que la figura del avión no se le escape.

            Sí, la guerra pasó; pero luego sobrevino otra guerra. Y ahora Juan sí sabía que ésta era tal. Y también presentía que él iba a formar parte de ella. Y así fue. Su valor le valió varias medallas para adornar el pecho y muchos pesares. Sus padres murieron en un bombardero y sus tías de susto.

            Ya Juan no podría ser el mismo.

            Dos guerras no pudieron con Juan. Las había sobrevivido. Mas su carácter era otro. Y su forma de ver la vida, también era distinta.

            Terminada la última guerra se realizaría una gran parada militar. La mayor atracción sería los supermodernos aviones que habían dado el triunfo a las fuerzas locales. A Juan le correspondía pilotear la máquina más poderosa. El último invento de la ciencia del aerotransporte. Él se encontraba ensayando el aparato. Sobrevoló el campo y luego la ciudad. La urbe se ponía ora vertical ora diagonal ora de cabeza ante sus ojos. Repentinamente los motores se acallaron y la poderosa nave empezó a perder altura.

            Juan la llevó planeando fuera del perímetro de la ciudad. El avión no podía caer dentro de ella, sería una terrible catástrofe…

            En el campo desolado la nave se precipitó, Juan impulsado por la catapulta automática salto al espacio donde el paracaídas se abrió cual bandera de tregua. La nave siguió precipitándose a la destrucción… Con gran estruendo Juan la ve explosionar y deshacerse en mil pedazos.

            Un niño ha salido antes de su choza al ver surcar por los cielos aquel pájaro silencioso de metal. Y con los brazos en cruz, los cabellos hirsutos, la camisa flequeando por el viento, ha tratado de alcanzarlo. Y su ilusión no está lejos. El pájaro de metal baja hacia él. El niño ríe incrédulo y venciendo el agotamiento sigue corriendo. Nunca había visto tan cerca al ave que vuela sin batir las alas. Su niñez es muy corta y su imaginación grande. Es mejor morir a esa edad…

            Brilla la noche en su cólera y su luz es un tintineo de oscuridad y bravura. El hombre sigue arrastrando su pesadumbre por el camino. Está desaliñado por completo y hiede alcohol por todos sus poros. En las orillas del río duerme su pestilencia el basural. Pronto va a amanecer y negras aves aterrizan sobre la inmundicia. Un hombre desesperado las espanta a escupitajos, profiriendo insultos y maldiciones.*



No hay comentarios: