viernes, 22 de mayo de 2009

Rv: Así se hizo Samuel Beckett. J. M. Coetzee. Suplemento ABCD del diario ABC.es



--- El jue, 21/5/09, Abanto Aragon David Antonio <dabanto@norma.com.pe> escribió:

De: Abanto Aragon David Antonio <dabanto@norma.com.pe>
Asunto: Así se hizo Samuel Beckett. J. M. Coetzee. Suplemento ABCD del diario ABC.es
Para: "Abanto Aragon David Antonio" <dabanto@norma.com.pe>
Fecha: jueves, 21 mayo, 2009 2:38

 

 

 

 

 

 

Así se hizo Samuel Beckett

 

Portada  Por J. M. Coetzee.

 

 17 de mayo de 2009 - número: 903

 

En 1923, Samuel Barclay Beckett, con 17 años, fue admitido en el Trinity College de Dublín para estudiar filología románica. Demostró ser un estudiante excepcional y Thomas Rudmose-Brown, catedrático de francés, lo acogió bajo su protección e hizo todo lo que pudo por impulsar la carrera del joven buscándole, tras licenciarse, primero una estancia como profesor visitante en la prestigiosa École Normale Supérieure de París y luego un puesto en el Trinity College.

Tras un año y medio en el Trinity interpretando lo que llamaba la «grotesca comedia de la docencia», Beckett dimitió y huyó a París nuevamente. Incluso después de esta decepción, Rudmose-Brown no abandonó a su protegido. Todavía en 1937 seguía tratando de persuadir a Beckett de que volviese al mundo académico y le convenció para que solicitase un puesto de profesor de italiano en la Universidad de Ciudad del Cabo. «Puedo afirmar sin exagerar -escribía en una carta de recomendación- que, además de poseer unos sólidos conocimientos académicos de los idiomas italiano, francés y alemán, [Beckett] tiene una notable capacidad creativa.» En una posdata, añadía: «Beckett tiene un buen conocimiento del provenzal, antiguo y moderno».

Beckett sentía un cariño y respeto auténticos por Rudmose-Brown, un especialista en Racine interesado en la escena literaria francesa de la época. El primer libro de Beckett, una monografía sobre Proust (1931), le fue encargado al prometedor escritor como una introducción general y, sin embargo, parece más bien un ensayo escrito por un estudiante de posgrado superior que intenta impresionar a su catedrático. El propio Beckett tenía serias dudas sobre el libro. Al releerlo, «se preguntaba de qué estaba hablando», como le confesó a su amigo Thomas McGreevy. Parecía «el equivalente aplastado y distorsionado de cierto aspecto o confusión de elementos de mí mismo... Ligado de algún modo a Proust... No es que me importe. No quiero ser catedrático».

El dinero justo. Lo que más desanimaba a Beckett de la profesión era la docencia. Un día tras otro, este joven tímido y taciturno tenía que enfrentarse en el aula a los hijos e hijas de la clase media protestante irlandesa y convencerles de que Ronsard y Stendhal merecían que les prestasen su atención. «Era un profesor muy impersonal», recordaba uno de sus mejores alumnos. «Decía lo que tenía que decir y luego salía del aula... Creo que se consideraba a sí mismo un mal profesor, y eso es una lástima, porque era tan bueno... Desgraciadamente, muchos de sus alumnos estaban de acuerdo con él.» «La idea de volver a dar clases me paraliza», escribía Beckett a McGreevy desde el Trinity en 1931 al acercarse un nuevo curso. «Creo que me iré a Hamburgo en cuanto cobre mi cheque de Semana Santa... Y tal vez reúna el valor para dejarlo.» Pasó otro año antes de que encontrase ese valor. «Por supuesto, es probable que vuelva arrastrándome con el rabo enrollado en torno a mi ruinoso pene», le escribía a McGreevy. «Y puede que no.»

El puesto de profesor en el Trinity College fue el último empleo estable que tuvo Beckett. Hasta el estallido de la guerra, y hasta cierto punto también durante la guerra, dependió de un subsidio estatal de su padre, que murió en 1933, y de las ayudas ocasionales de su madre y de su hermano mayor. Cuando tenía la ocasión, aceptaba trabajo como traductor y revisor. Las dos obras de ficción que publicó en los años treinta -los relatos Belacqua en Dublín (1934) y la novela Murphy (1938)- le aportaron poco en cuanto a derechos de autor. Casi siempre andaba mal de dinero. La estrategia de su madre, como le comentó a McGreevy, era «mantenerme con el dinero justo para que me viese obligado a buscar trabajo como asalariado. Lo cual suena más cruel de lo que pretende ser».

Flujo de artistas. Los artistas libres para viajar como Beckett tenían tendencia a estar pendientes de los tipos de cambio. La devaluación del franco tras la Primera Guerra Mundial había hecho de Francia un destino atractivo. Un flujo de artistas extranjeros, incluidos los estadounidenses que vivían de las remesas de dólares, convirtió el París de los años veinte en la sede del modernismo internacional. Cuando el franco subió a comienzos de los años treinta, los habitantes transitorios volaron, y sólo se quedaron los exiliados recalcitrantes como James Joyce.

Las migraciones de los artistas están relacionadas con las variaciones en los tipos de cambio sólo de forma aproximada. A pesar de ello, no es una coincidencia que en 1937, tras una nueva devaluación del franco, Beckett se viese a sí mismo en situación de marcharse de Irlanda y volver a París. El dinero es un tema recurrente en sus cartas, especialmente cuando se acercaba fin de mes. Sus cartas desde París están llenas de angustiadas observaciones sobre lo que se puede y no se puede permitir (habitaciones de hotel, comidas). Aunque nunca pasó hambre, vivió una elegante versión de una existencia precaria. Los libros y los cuadros eran sus únicos lujos personales. En Dublín pidió prestadas 30 libras para comprar un cuadro de Jack Butler Yeats, hermano de William Butler Yeats, al que no pudo resistirse. En Múnich compró las obras completas de Kant en 11 tomos.

Lo que 30 libras de 1936 suponen hoy en día, o los 19,75 francos que un alarmado joven tuvo que pagar por una comida en el restaurante Ste. Cécile el 27 de octubre de 1937, no es fácil de calcular, pero semejantes gastos eran verdaderamente importantes para Becket, incluso importantes desde el punto de vista emotivo. En un libro tan abundante en notas como la nueva edición de sus cartas, estaría bien que hubiese más orientaciones sobre las equivalencias monetarias. También sería de agradecer menos discreción sobre la cantidad que Beckett recibía del subsidio de su padre.

Entre el peritaje y el cine. Entre los trabajos que Beckett se planteó realizar estuvieron los de: oficinista (en la empresa de peritaje de su padre); profesor de idiomas (en una escuela de Berlitz en Suiza); profesor de escuela (en Bulawayo, Rodesia del Sur); escritor de anuncios publicitarios (en Londres); piloto de aviones comerciales (en los cielos); intérprete (de francés e inglés); y capataz de una finca rural. Hay indicios de que habría aceptado el puesto de Ciudad del Cabo si se lo hubiesen ofrecido (no fue así); por sus contactos con la entonces Universidad de Buffalo, también da pistas de que podría haber visto con buenos ojos una oferta de aquel lugar (que no llegó).

La profesión que más le atraía de todas era la de cineasta. «Cómo me gustaría ir a Moscú y trabajar a las órdenes de Eisenstein durante un año», escribe a McGreevy. «Lo que podría aprender con alguien como Pudovkin», prosigue una semana después, «es a manejar una cámara, los principales trucos de la mesa de montaje y demás, de lo cual sé tan poco como de peritaje.» De hecho, en 1936 le envía una carta a Sergei Eisenstein:

Le escribo... Para solicitar que se considere mi petición de admisión en la Escuela Estatal de Cinematografía de Moscú... No tengo experiencia en el trabajo de estudio y, lógicamente, es en el guión y en el montaje en lo que más interesado estoy... Le ruego que me considere un cineasta serio que merece ser admitido en su escuela. Podría quedarme allí al menos un año.

A pesar de no recibir respuesta, Beckett informa a McGreevy de que «probablemente va a ir [a Moscú] pronto».

¿Qué se puede pensar de estos planes de estudiar para guionista cinematrográfico en la URSS en lo más oscuro de la noche estalinista? ¿Que es de una ingenuidad sorprendente o de una serena indiferencia hacia la política? En la época de Stalin y Mussolini y Hitler, de la Gran Depresión y la Guerra Civil española, las referencias a los asuntos mundiales en las cartas de Beckett se pueden contar con los dedos de una mano.

No cabe duda de que, desde el punto de vista político, el corazón de Beckett estaba donde debía. Su desdén por los antisemitas de todas partes resulta evidente en sus cartas desde Alemania. «Si hay una guerra», informa a McGreevy en 1939, «me pondré a disposición de este país» -«este país» es Francia, cuando Beckett es ciudadano de la neutral Irlanda. (De hecho, llegaría a arriesgar su vida en la resistencia francesa.) Pero las preguntas sobre la forma en que debe gobernarse el mundo no parecen interesarle demasiado. En vano busca uno en sus cartas reflexiones sobre el lugar del escritor en la sociedad. Una sentencia que cita de uno de sus filósofos preferidos, Arnold Geulincx (1624-1669), perteneciente a la segunda generación cartesiana, indica cuál es su postura general respecto a la política: «Ubi nihil vales, ibi nihil velis», lo que puede interpretarse como: no pongas tus esperanzas o tus anhelos en un escenario en el que no tienes poder.

Ataque de ira. Solamente cuando surge el tema de Irlanda, Beckett se permite una y otra vez dar rienda suelta a sus opiniones políticas. Aunque McGreevy era un nacionalista irlandés y un católico devoto, y Beckett un cosmopolita agnóstico, ambos rara vez permitían que la política o la religión se interpusiera entre ellos. Pero un ensayo de McGreevy sobre Jack Butler Yeats provoca un ataque de ira en Beckett. «Para un ensayo de tal brevedad, los análisis políticos y sociales se pasan un poco de largos», escribe.

Casi he tenido la impresión... de que tu interés pasaba del hombre en sí mismo a las fuerzas que lo forman... pero puede que... sea por culpa de... mi incapacidad crónica para comprender una frase como «el pueblo irlandés» formando parte de cualquier proposición, o para imaginar que hubiera dado siquiera un pedo en sus pantalones de pana por cualquier forma de arte... O que alguna vez haya sido capaz de cualquier pensamiento o acto distinto de los pensamientos y actos rudimentarios inculcados a la fuerza por los sacerdotes y los demagogos que sirven a los sacerdotes, o que alguna vez llegue a importarle... que una vez haya habido en Irlanda un pintor llamado Jack Butler Yeats.

Las cartas de Beckett están saturadas de comentarios sobre obras de arte que ha visto, música que ha oído, libros que ha leído. Entre sus primeros comentarios hay algunos que son simplemente ridículos, las afirmaciones de un principiante gallito: «Los cuartetos de Beethoven son una pérdida de tiempo», por ejemplo. Entre los escritores que tienen que soportar el azote de su desprecio juvenil se encuentran Balzac («el paso de lo sublime a lo trivial del estilo y el pensamiento [en La prima Bette] es tan descarado que me pregunto si está escribiendo en serio o si es una parodia») y Goethe (de cuyo drama Torquato Tasso afirma que «sería difícil idear algo más repugnante»). Aparte de sus incursiones en la escena literaria dublinesa, sus lecturas tienden a ser obras de muertos ilustres. Entre los novelistas ingleses, Henry Fielding y Jane Austen se ganan su favor; Fielding por la libertad con que introduce su personalidad de autor en sus relatos (una práctica que el propio Beckett imita en Murphy). Ariosto, Sainte-Beuve y Hölderlin también obtienen su visto bueno.

Rostro aterrorizado. Uno de sus entusiasmos literarios más inesperados es el que siente por Samuel Johnson. Impresionado por el «loco rostro aterrorizado» del retrato de James Barry, en 1936 se le ocurre la idea de convertir la historia de la relación de Johnson con Hester Thrale en una obra teatral. No es el gran dogmático de La vida de Samuel Johnson, de Boswell, el que le convence, como dejan claro las cartas, sino el hombre que luchó toda su vida contra la indolencia y el perro negro de la depresión. En la versión de Beckett de los acontecimientos, Johnson empieza a vivir con Hester, mucho más joven, y su marido en una época en que ya es impotente y por tanto está condenado a ser un «gigoló platónico» dentro del trío. Primero sufre la desesperación del «amante que no tiene nada con lo que amar» y luego se le rompe el corazón cuando el marido muere y Hester se marcha con otro hombre.

«La mera existencia es muchísimo mejor que nada, y uno prefiere existir aunque sufra», afirma Johnson. La Hester Thrale de la obra que planea Beckett no será capaz de comprender que un hombre puede preferir amar sin esperanza a no sentir nada en absoluto, y por tanto será incapaz de ver la dimensión trágica del amor de Johnson por ella.

En el seguro hombre público que en privado lucha contra la apatía y la depresión, que no le ve sentido a la vida pero no puede enfrentarse a la aniquilación, Beckett percibe claramente a un espíritu afín. Pero tras el inicial torbellino de excitación en torno al proyecto de Johnson, sobreviene su propia indolencia. Pasan tres años antes de que escriba una palabra; en mitad del acto primero abandona la obra. [1]

Antes de descubrir a Johnson, el escritor con el que Beckett había elegido identificarse era el conocidamente activo y productivo James Joyce, Shem el escritor. Sus propios escritos iniciales, como él mismo admite alegremente, «apestan a Joyce». Pero Beckett y Joyce solo se intercambiaron un puñado de cartas. El motivo es sencillo: durante las épocas en que tuvieron una relación más cercana (1928-1930, 1937-1940), los periodos en que Beckett hizo de secretario ocasional de Joyce y burro de carga para todo, vivían en la misma ciudad, en París. Entre estos dos periodos sus relaciones fueron tensas y no se comunicaban. La causa de la tensión era el comportamiento de Beckett con la hija de Joyce, Lucia, que estaba encaprichada de él. Aunque preocupado por la evidente inestabilidad mental de Lucia, Beckett permitió que la relación siguiera adelante, cosa que no le honra. Cuando finalmente rompió la relación, Nora Joyce se enfureció y le acusó, con cierta razón, de explotar a la hija para poder seguir accediendo al padre.

Un ser humano adorable. Probablemente no fue malo para Beckett que le expulsaran de este peligroso territorio edípico. En la época en que fue readmitido, en 1937, para ayudar con la revisión de Obra en marcha (más tarde El funeral de Finnegan), su actitud hacia el maestro se había vuelto menos tensa, más comprensiva. Le confiesa a McGreevy:

Joyce me ha pagado 250 francos por unas 15 horas de trabajo de revisión... ¡Luego le ha sumado un viejo abrigo y cinco corbatas! No lo he rechazado. Es mucho más sencillo ser herido que herir.

Y de nuevo, dos semanas después:

[Joyce] estuvo sublime anoche, despreciando con la convicción más absoluta su falta de talento. Ya no siento que haya ningún peligro en mi relación con él. No es más que un ser humano adorable.

La noche posterior a escribir estas palabras, Beckett se enzarzó en una pelea con un extraño en una calle de París y fue apuñalado. El cuchillo casi rozó sus pulmones; tuvo que pasar dos semanas en el hospital. Los Joyce hicieron todo lo que pudieron por ayudar a su joven compatriota; consiguieron que le trasladaran a una habitación privada y le llevaban flanes. La información sobre la agresión llegó a los periódicos irlandeses; la madre y el hermano de Beckett viajaron a París para estar a su lado. Entre otros visitantes inesperados estaba una mujer a la que Beckett había conocido años antes, Suzanne Deschevaux-Dumesnil, que tiempo después se convertiría en su compañera y más tarde en su mujer.

Leer filosofía. Lo sucedido tras la agresión, narrado a McGreevy con algo de desconcierto, parecía haberle revelado a Beckett que no estaba tan solo en el mundo como le gustaba creer; y lo que es aún más curioso, parecía haberle servido para reafirmarse en su decisión de hacer de París su hogar.

Aunque la producción literaria de Beckett durante los 12 años que abarcan estas cartas es bastante escasa (la monografía de Proust; la novela de principiante A Dream of Fair to Middling Women, de la que renegaba y no se publicó mientras vivió; los relatos de Belacqua en Dublín; Murphy; un libro de poemas; algunas reseñas de libros), dista mucho de estar inactivo. Lee mucha filosofía, desde los presocrácticos hasta Schopenhauer. Sobre Shopenhauer escribe: «Un placer... Encontrar un filósofo al que se puede leer como a un poeta, con una indiferencia total por las formas apriorísticas de verificación». Trabaja intensamente en Geulincx y lee su Ética en el latín original: las notas de su estudio se han desenterrado recientemente y se han publicado acompañando a una nueva traducción al inglés. [2]

Una relectura de Tomás de Kempis da lugar a páginas introspectivas. El peligro del quietismo de Tomás en alguien que, como él mismo, no tiene fe religiosa («Yo... no parezco haber tenido nunca ni la más mínima facultad o disposición para lo sobrenatural») es que puede reafirmarle en un aislacionismo que, paradójicamente, no es propio de Cristo sino de Lucifer. Sin embargo, ¿es justo tomar a Tomás como un guía puramente ético y despojarle de toda dimensión trascendental? En su propio caso, ¿cómo puede un código ético salvarle de los «sudores y temblores y pánicos y cóleras y rigores y estallidos del corazón» que sufre?

«Durante años he sido infeliz, consciente y deliberadamente», sigue diciéndole a McGreevy en un lenguaje llamativo por lo directo que es (han desaparecido las bromas crípticas y los falsos términos gaélicos de las primeras cartas).

Me aislaba cada vez más, hacía cada vez menos y me entregaba a un crescendo de desprecio hacia otros y hacia mí mismo... No había nada en todo ello que me resultase malsano. La miseria y la soledad y la apatía y las burlas eran los elementos de un índice de superioridad... Hasta que esa forma de vivir, o más bien esa negación de la vida, no dio lugar a unos síntomas físicos tan terribles que ya no podía seguir manteniéndola, no fui consciente de que hubiese nada malsano en mí.

La crisis a la que Beckett hace alusión, los sudores y temblores cada vez mayores, había llegado en 1933, cuando, tras la muerte de su padre, su propia salud, física y mental, se deterioró hasta el punto de que su familia empezó a preocuparse. Tenía palpitaciones y ataques nocturnos de pánico tan graves que su hermano mayor tenía que dormir en su cama para tranquilizarle. Durante el día se encerraba en su habitación, echado de cara a la pared, negándose a hablar, negándose a comer.

Un amigo médico había propuesto un tratamiento de psicoterapia, y su madre se brindó a pagarlo. Beckett accedió. Como la práctica del psicoanálisis todavía no era legal en Irlanda, se trasladó a Londres, donde se convirtió en paciente de Wilfrid Bion, unos 10 años mayor que él y por entonces aprendiz de terapeuta en el Tavistock Institute. Durante el transcurso de 1934 y 1935, se reunió con Bion varios cientos de veces. Aunque sus cartas revelan poco sobre el contenido de las sesiones, dejan claro que le apreciaba y respetaba.

Recuerdos intrauterinos. Bion se concentró en las relaciones de su paciente con su madre, May Beckett, hacia la que sentía una cólera reprimida que le consumía pero con la que era incapaz de cortar sus lazos. La particular forma que tenía Beckett de expresarlo era que no había nacido como es debido. Gracias a las directrices de Bion, experimentó una regresión hasta lo que en una entrevista al final de su vida llamó «recuerdos intrauterinos» de «sentirse atrapado, estar preso y ser incapaz de escapar, llorar por que le dejaran salir pero sin que nadie pudiera oírle, sin que hubiera nadie escuchándole».

El análisis, de dos años de duración, tuvo éxito en el sentido de que liberó a Beckett de sus síntomas, aunque éstos amenazaban con reaparecer cuando visitaba la casa familiar. Una carta de 1937 a McGreevy indica que todavía tenía que hacer las paces con su madre. «No le deseo nada en absoluto, ni bueno ni malo», escribe.

Yo soy lo que su cariño feroz ha hecho de mí, y está bien que uno de nosotros acepte eso por fin... Simplemente no quiero verla ni escribirle ni tener noticias suyas... Si ahora llegara un telegrama diciendo que ha muerto, no les haría a las Furias el favor de considerarme a mí mismo responsable, ni siquiera indirectamente.

Todo lo cual supongo que equivale a decir lo mal hijo que soy. Entonces amén.

Crónicamente inseguro. La novela de Beckett Murphy, terminada en 1936, la primera obra respecto a la que su crónicamente inseguro autor parece sentir un orgullo auténtico aunque pasajero (no pasará mucho tiempo antes de que la desprecie por ser «un trabajo muy soso, meticuloso, encomiable y aburrido»), se inspira en sus experiencias en el ambiente terapéutico londinense y en sus lecturas de la literatura psicoanalítica del momento. Su héroe es un joven irlandés que, explorando técnicas espirituales para retirarse del mundo, logra su objetivo cuando se mata sin darse cuenta. De tono ligero, la novela es la respuesta de Beckett a la ortodoxia terapéutica conforme a la cual el paciente debe aprender a relacionarse con el mundo exterior según las condiciones del mundo. En Murphy, y aún más en las obras de ficción del Beckett maduro, las palpitaciones y los ataques de pánico, el miedo y el temblor o el olvido voluntario, son respuestas totalmente apropiadas a nuestra situación existencial.

Wilfrid Bion prosiguió con su trabajo y dejó una huella considerable en el psicoanálisis. Durante la Segunda Guerra Mundial, fue el pionero de la terapia de grupo entre los soldados que volvían del frente (él mismo había sufrido trauma de guerra tras la Primera Guerra Mundial: «Yo morí el 8 de agosto de 1918», escribía en sus memorias). Tras la guerra se sometió a análisis con Melanie Klein. Aunque sus escritos más importantes versan sobre la epistemología de las transacciones entre analista y paciente, para la que desarrolló una notación algebraica particular a la que llamó la rejilla, siguió trabajando con pacientes psicóticos que experimentaban terrores irracionales y muerte psíquica.

Tanto los críticos literarios como los psicoanalistas han prestado últimamente atención a Beckett y Bion y a la influencia que podrían haber tenido el uno en el otro. No tenemos información sobre lo que realmente pasó entre ellos. Sin embargo, uno puede aventurarse a decir que el tipo de psicoanálisis al que Beckett se sometió con Bion (lo que se podría llamar un análisis protokleiniano) tuvo que ser importante en su vida, no tanto porque aliviase (o pareciese haber aliviado) sus paralizantes síntomas o porque le ayudase (o pareciese haberle ayudado) a romper con su madre, sino porque le enfrentó, en la persona de un interlocutor o interrogador o antagonista que en muchos aspectos era su igual intelectual, con un nuevo modelo de pensamiento y una forma de diálogo no habitual.

Cabezas sin cuerpo. Concretamente, Bion desafió a Beckett, cuya devoción por los cartesianos muestra lo mucho que había profundizado en la noción de un ámbito mental privado, inviolable e inmaterial, a replantearse la importancia que le daba al pensamiento puro. La rejilla de Bion, que relaciona los procesos de la fantasía con su correspondiente actividad mental, es en efecto una deconstrucción analítica del modelo de pensamiento cartesiano. En el revoltijo psíquico de Bion y Klein, Beckett también podría haber encontrado pistas sobre los organismos protohumanos, los gusanos y las cabezas sin cuerpo dentro de ollas, que pueblan sus variados inframundos.

Bion parece haber sentido comprensión por la necesidad de las personalidades creativas como la de Beckett de regresar al caos y la oscuridad prerracionales como paso previo a un acto creativo. La principal obra teórica de Bion, Atención e interpretación (1970), describe un modo de presencia del analista ante el paciente, despojado de toda autoridad y dirección, que es en gran parte el mismo (bromas aparte) que adoptaba en su madurez Beckett hacia los seres fantasmales que hablaban a través de él. Bion escribe:

Para alcanzar el estado mental esencial para la práctica del psicoanálisis, evito cualquier esfuerzo de la memoria; no tomo notas... Si encuentro que no tengo ninguna pista sobre lo que el paciente está haciendo y tengo la tentación de sentir que este secreto yace oculto bajo algo que he olvidado, me resisto a cualquier impulso de recordar...

Se sigue un procedimiento similar en lo relativo a los deseos: evito los deseos que puedan entretenerme y trato de expulsarlos de mi mente...

Al volverse uno mismo «artificialmente ciego» [una expresión de Freud que Bion cita] mediante la exclusión de la memoria y el deseo, uno alcanza... el penetrante vacío de la oscuridad [que] puede dirigirse hacia los aspectos oscuros de la situación analítica.

Experto en pintura. Mientras que a Beckett puede haberle parecido que la década de los años treinta fueron años de bloqueo y esterilidad, de forma retrospectiva podemos ver que esos años los estaban empleando las profundas fuerzas de su interior para sentar las bases artísticas y filosóficas (y quizás incluso experimentales) del gran estallido creativo que se produjo a finales de la década de los cuarenta y principios de la de los cincuenta. A pesar de la inactividad por la cual continuamente se castiga, Beckett realizó una enorme cantidad de lecturas. Pero su formación autodidacta no fue únicamente literaria. En el transcurso de los años treinta, se convirtió en un extraordinario experto en pintura, especializado en la Alemania medieval y el siglo XVII holandés. Las cartas de su visita de seis meses a Alemania tratan fundamentalmente sobre arte: sobre los cuadros que ha visto en museos y galerías o, en los casos de artistas que no pueden exponer públicamente, en estudios. Estas cartas tienen un interés extraordinario, y ofrecen una perspectiva íntima del mundo artístico de Alemania durante el clímax de la ofensiva nazi contra el «arte degenerado» y el «arte bolchevique».

El momento trascendental en la iniciación estética de Beckett se produce durante la visita a Alemania, cuando se da cuenta de que es capaz de establecer un diálogo con los cuadros en su propio lenguaje, sin la mediación de las palabras. «Nunca me sentía contento con un cuadro hasta que era literatura», escribe a McGreevy en 1936, «pero ahora esa necesidad ha desaparecido.»

Paisaje natural. Su guía aquí es Cézanne, que llega a ver el paisaje natural como «inaccesiblemente extraño», una «incomprensible ordenación de átomos», y tiene la sabiduría de no inmiscuirse en su extrañeza. En Cézanne «ya no hay entrada ni comercio con el bosque, sus dimensiones son su secreto y no tiene nada que comunicar», escribe Beckett. Una semana después lleva esa percepción más allá: Cézanne tiene un sentido de su propia inconmensurabilidad no sólo respecto al paisaje sino, ante la prueba de sus autorretratos, respecto a «la vida... que actúa en él mismo». Con esto se llega a la primera nota genuina de la fase madura y posthumanista de Beckett.

Hasta cierto punto, fue una casualidad que el irlandés Samuel Beckett terminase su vida como uno de los maestros de las letras francesas modernas. Siendo niño le enviaron a un colegio bilingüe francés-inglés no porque sus padres deseasen prepararle para una carrera literaria, sino por el prestigio social del francés. Destacó en el francés porque tenía talento para los idiomas, y cuando los estudiaba lo hacía con absoluta diligencia. Así que no hubo ninguna razón de peso para que a los veintitantos años aprendiese alemán, aparte del hecho de que se había enamorado de una prima que vivía en Alemania; aun así, perfeccionó su alemán hasta el punto de que no solo podía leer a los clásicos alemanes, sino que podía escribir en un alemán correcto aunque forzado y formal. De forma similar, aprendió español lo bastante bien como para publicar una antología de poesía mexicana traducida al inglés.

Una de las preguntas recurrentes sobre Beckett es por qué cambió el inglés por el francés como su principal lengua literaria. Sobre este asunto hay un documento revelador, una carta que escribió, en alemán, a un joven llamado Axel Kaun, al que había conocido durante su viaje de 1936-1937 por Alemania. Por la franqueza con que se refiere a sus propias ambiciones literarias, esta carta a alguien relativamente extraño resulta sorprendente: ni siquiera con McGreevy se muestra tan dispuesto a dar explicaciones sobre sí mismo.

A Kaun le describe el lenguaje como un velo que el escritor moderno necesita desgarrar si quiere alcanzar lo que se oculta detrás, incluso si lo que se oculta detrás puede que solamente sea el silencio y la nada. En este sentido, los escritores se han quedado atrás respecto a los pintores y los músicos (menciona a Beethoven y los silencios de sus partituras). Gertrude Stein, con su estilo verbal minimalista, acierta en su idea, mientras que Joyce se mueve en una dirección bastante equivocada, hacia «una apoteosis de la palabra».

Aunque Beckett no le explica a Kaun por qué el francés tendría que ser un vehículo mejor que el inglés para la «literatura del no mundo» a la que él aspira, señala el «inglés oficial», el inglés formal o cultivado, como el mayor obstáculo para sus ambiciones. Un año después empieza a dejar atrás el inglés y escribe sus nuevos poemas en francés.

Sin un Céntimo. La persona que mantuvo con Beckett una correspondencia más cercana y constante, aparte de su familia, fue Thomas McGreevy, a quien conoció en París en 1928. James Knowlson, el biógrafo de Beckett, describe a McGreevy como un hombrecillo atildado con un brillante sentido del humor [que]... daba una sensación de elegancia, aunque, como solía ser el caso, estuviese prácticamente sin un céntimo. Era tan confiado, comunicativo y gregario como Beckett retraído, silencioso y solitario.

Aunque McGreevy era 13 años mayor, hicieron buenas migas desde el primer momento. Pero sus itinerantes estilos de vida hacían que, durante gran parte del tiempo (y por suerte para la posteridad) sólo pudieran permanecer en contacto mediante las cartas. Durante una década intercambiaron cartas de forma habitual, a veces cada semana. Luego, por motivos desconocidos (la carta en cuestión de McGreevy se ha perdido), su correspondencia se cortó.

McGreevy era poeta y crítico, autor de un estudio pionero sobre T. S. Eliot. Tras sus Poemas de 1934 abandonó más o menos la poesía y se dedicó a la crítica de arte y después a su trabajo como director de la National Gallery de Dublín. En Irlanda ha habido últimamente un renovado interés por él, aunque menos por sus logros como poeta, discretos, que por sus esfuerzos por importar las prácticas del modernismo internacional al introvertido mundo de la poesía irlandesa. Los propios sentimientos de Beckett respecto a los poemas de McGreevy son contradictorios. Aprobaba la poética vanguardista de su amigo, pero estaba en discreto desacuerdo con su sesgo católico e irlandés.

Relaciones sentimentales. El tomo I de las cartas incluye más de un centenar dirigidas a McGreevy, además de extractos de otras cincuenta. No hay ninguna otra persona cuya correspondencia esté representada a una escala comparable. De las cartas de las mujeres con las que Beckett tuvo relaciones sentimentales sólo se reproducen un puñado, ninguna especialmente íntima, y algunas estropeadas por un estilo elaboradamente jocoso. El motivo por el que lo que se puede considerar correspondencia privada en sentido amplio está excluido del libro es simple: cuando Beckett accedió a que se publicasen las cartas, puso la condición (una condición respaldada por los herederos de Beckett y respetada por los actuales editores) de que se «[limitasen] a aquellos pasajes que solamente tuvieran relación con [su] obra».

El problema, claro está, es que en el caso de un gran escritor, o de un escritor expuesto a un análisis crítico tan pormenorizado como el que se ha hecho de la obra de Beckett, cada palabra que escribe puede interpretarse como algo relacionado con su obra. No cabe duda de que llegará el día en que, cuando hayan expirado todas las restricciones legales, la distinción entre literario y privado habrá desaparecido y el archivo completo quedará abierto. Mientras tanto, en este tomo y los tres siguientes, tendremos que contentarnos con una selección que, según prometen los editores, incluirá unas 2.500 cartas, con extractos de otras 5.000.

El trabajo editorial que hay tras este proyecto es de una magnitud inmensa. Para cada libro que Beckett menciona, cada cuadro, cada obra musical, se hace un seguimiento y se ofrece una explicación. Se siguen sus movimientos semana a semana. Todas las personas a las que hace alusión están identificadas; sus contactos principales cuentan con biografías resumidas. Cuando escribe en un idioma extranjero, se nos ofrece el original y la traducción al inglés (excepto para algunos versos en francés que se han dejado sin traducir: una desconcertante decisión editorial). Según el número de páginas, unos dos tercios del tomo se dedican a aportaciones académicas, principalmente comentarios explicativos. El nivel de los comentarios es de muy buena calidad. Sólo he encontrado un error: la oposición de Beckett a Franco, el generalísimo español, se explica como oposición a Francia. [3] Teniendo en cuenta las restricciones impuestas por el propio Beckett, The Letters of Samuel Beckett es una edición modélica.

 

Notas. [1] Los cuadernos de la obra sobre Johnson se conservan en la Universidad de Reading. El fragmento dramático superviviente se ha publicado en Samuel Beckett, Disjecta: Miscellaneous Writings and a Dramatic Fragment, editado por Ruby Cohn (Grove, 1984).

[2] Arnold Geulincx, Ethics, con notas de Samuel Beckett, traducido por Martin Wilson, editado por Han von Ruler, Anthony Uhlmann y Martin Wilson (Leiden: Brill, 2006).

[3] La afirmación de que la ciudad surafricana de Graaff Reinet está «cerca de Ciudad del Cabo» también puede calificarse de error. En realidad está a unos 650 kilómetros de distancia.

 

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